Es en La negra provincia de Flaubert, de Miguel Sánchez-Ostiz, donde se celebra el regreso del otoño y el rebusco en los libros viejos con la descripción que uno sitúa entre sus favoritas.
El ‘husmeo de los libros náufragos’. Esa entrada del diario tiene fecha del veranillo del santo de su mismo nombre. En su flanear, el escritor navarro se contenta de la belleza de los días que ‘si no fuera por las hojas muertas de los olmos enfermos y por los tintes levemente amarillentos de las hojas sanas ―los castaños de Indias en la calle de la Ciudadela con sus hojas ribeteadas de amarillo―, todavía creeríamos estar en el verano ―hace semanas que pasó el perfume de la flor de los magnolios en los jardines―, y sobre todo si no fuera por esa luz que ya cambia, ya empalidece y anuncia los añiles del invierno, la cortedad del día.’
Tiene cerca de cuarenta años esta descripción, pero hay escenas que retornarán se las atienda o no. Curiosamente, no las olvidaremos, como en la canción Las hojas muertas en sus versiones acústicas o cantadas. La de Yves Montand, en directo, la más célebre. Uno ha tenido que vérselas también con formar parte de ‘los amantes desunidos’, con la contradicción de sumarse al placer de apartar los libros mientras un viejo amor ha hecho su aparición en el paseo de casetas. ¿Fue realmente tan hondo para llamarlo de ese modo, siquiera amante? Algo de herida dejó, eso es cierto. Sucedió a pocos días de esto escribirse, mientras uno charlaba con un librero amigo ―a él sí podría llamarle de ese modo, sea únicamente por la complicidad y gentileza surgida en las visitas―. Llegaba de la mano cogido, y esa compañía de ambos transpiraba una relación consolidada. Pese al cambio en su aspecto, su vestimenta, su actitud más relajada consigo mismo por exhibirse así a ojos ajenos ―algo que grandes complejos le causaba, unido a un carácter áspero―, uno no pudo sino reconocer a quien fue entonces, más distante y acorazado, imposible cuando tocaba acercarse a él. Hundí los ojos en los lomos ordenados, en varios y en ninguno, pues los nervios aumentaban. ¿Me reconocería, se detendría, pasaría de largo? ‘Espera un segundo’, y frenaron justo detrás, entrando él en la caseta, yendo a observar con más detenimiento los situados en una esquina, al fondo. No busqué su mirada. Permaneció un minuto, dos, siglos, mientras el pecho probaba mi resistencia. Se marchó, dirección a la rotonda, clareada por el generoso sol de la tarde, a sus sombras, así mejor, no esperando uno que hubiese otra aparición.
¿Qué fue aquello? Un coincidir, sin más interacción. ¿Qué pasó dentro de uno, a qué vino esa inquietud después de tres años de silencio? ¿De qué sirven tantas novelas hablándote del amor, de qué sirve haber leído La Cartuja de Parma, si éste no te particulariza y salva sino que es arrancado de ti, a ti, impunemente? Ni escribir ni leer consuelan en estos casos, ha de admitirse.
Removidas las brasas, toca buscar elogio en otra parte, fuera de sí mejor, en la amabilidad de los libreros que comentaba. Los hay quienes la tienen, los hay que no. Aquel mismo día, antes del encuentro, me asomé a la caseta con título más afamado y poético de cuantos hay. Destacaba de las otras por la meticulosidad puesta en la distribución de editoriales, colecciones, etc. Todo estaba tan bien colocado que no invitaba ni a respirar encima. Evidentemente, cuanto más cuidado se hubiera puesto, mayor sería el desbarate. Un señor sacaba uno, lo dejaba en otra fila, y así con tres o cuatro más. El librero, leyendo el periódico como los espías en las películas, se irritaba tanto por la cachaza del hombre como por la inarmonía que iba comiendo terreno a su huerto antiguo y de ocasión. Chistaba, refunfuñaba, arrugaba el periódico como quien quisiera gritar ‘¡Eh, eh!’ reprimiéndose y ahorrándole al susodicho un guantazo. Pero le tocó mantener la compostura y, cuando el otro se fue sin haber comprado nada, recomponer su trabajo. Uno también reculó, desechó la idea de mirar más. No tenía buenas pulgas.
Es duro el oficio de librero. Tienen que lidiar, cuando no con su propia locura ―y en el caladero de libros viejos suele darse más―, con la de los que vienen a relatarles su mili, sus rarezas a poner en venta. El día de la inauguración, más gris y otoñado, pasado el Gijón en dirección Cibeles, tuve oportunidad de presenciar un diálogo que inauguraba a su vez las cuitas de los libreros para con los lectores que son vendedores también. El que intentaba el negociado era bajito, pelo cano y calva avanzada. Rostro serio, no pestañeaba, gafas cuadradas de montura metálica. Ropas sencillas, pudiendo pensar que era profesor o funcionario en uno de los edificios ministeriales cercanos. Estaba muy cerca del rostro del librero, de pelo y barbas igualmente canas, pero gesto irónico viéndoselas venir, diciéndose madre mía, ya estamos, pronto hemos empezado, dame paciencia, Señor. Le echaba el aliento. ‘¿Entonces está interesado? Dígame, ¿va a estar aquí los siguientes días? Si de verdad es así, le traigo la colección, porque la tengo y a muy buen recaudo. Créame. Porque le interesan, ¿no? ¿Le gustan los cómics? Pues yo se la traigo, si usted se fía de mí, se la enseño.’ El librero miraba a babor y a estribor deseando que lo fueran realmente y arrojarle y arrojarse a las corrientes. Se le escapaba la risita, el otro sin dejar de clavarle los ojos. Daban ganas de socorrerle pues, mientras su cachondeo silencioso aumentaba, al otro se le iban inyectando en sangre las cuencas, relamiéndose de una posible transacción. De cómics, de a saber qué cómics y en qué estado. Lo mismo resultaba cierto y le traía una maravilla. Lo mismo era un centón de papelajos comidos por la humedad.
Juanma y Jonás, estimables hermanos en el mismo oficio y con puesto en la cuesta de Moyano, me han permitido saber de otros locos que rondan la zona. Mientras Juanma unos días me comentaba la parte histórica de su librería, siendo evidente la influencia de su padre, Jonás lo hacía de la galería de raros y curiosos que suelen amenizar el sitio. En Moyano, me decía, últimamente solía aparecer uno de esos que vienen a recitarte poesías. Lo intentaba el buen hombre, pero su declamación quedaba en un recital lisérgico para niños, con torpes gracietas para captar al público adulto. También estaba un sabelotodo de aparición reglada, de dos a tres y media, que venía para discutir y sentar cátedra con todo el que pudiera. Y el que merece el podio ganador: un ex militar que, si bien años atrás se dedicaba a recorrer la cuesta arriba y abajo cantando el Cara al sol, fue pasando a comprador charlatán (sin evitar comentario de cada nombre de autor que leyese en las cubiertas) y luego a budista temeroso, tertuliano con vírgenes y ángeles, anunciador de la inminente Tercera Guerra Mundial y esclarecedor de que la pandemia de COVID fue provocada por el contubernio judeo-masónico.
¿Quién quiere novelas habiendo estos personajes pululando entre nosotros? Valen, si somos sus testigos o nos son relatados, como escribió Balzac, para entregarnos a ‘esperanzas aturdidamente locas’, esas que hacen de la vida de los jóvenes y los que ya no ‘un algo tan repleto de emociones.’
Esta es la opinión de los internautas, no de El Imparcial
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